Artículo originalmente publicado en El Economista
Madrid, 10 de noviembre de 2021. El precio de la energía afecta de muchas maneras a la economía. A los hogares, traduciéndose en menos capacidad de gasto y, por tanto, enfriamiento del consumo. Influye en la subida de los costes que se deriva en un contexto de inflación con bajo crecimiento y que es uno de los mayores miedos de los inversores. Actúa también en la subida de los precios de los alimentos ya que la tendencia de vuelta al uso de otros combustibles como el carbón va a provocar recortes en disponibilidad de créditos de CO2 que es usado en mataderos, en los sistemas de alargamiento de la vida de los alimentos y en el recorte o encarecimiento de la producción de fertilizantes. Adicionalmente, va a disparar el ya “disparado” precio de la logística (especialmente en lo que son envíos desde China que han multiplicado casi por 10 su precio frente a las épocas valle del Covid). Además, afectará al precio de las materias primas.
Todos estos factores se combinan con una tendencia inflacionista muy preocupante en un contexto económico de recuperación post-Covid y que podría llevarnos a una nueva tensión económica que muchas empresas, especialmente en Europa, tendrían muchas dificultades de superar tras el debilitamiento sufrido con el Covid.
El gas ha triplicado su precio en este año y los escenarios que se plantean de cara a los próximos meses dependerán bastante de qué tipo de invierno tengamos. El pasado, que fue especialmente duro y largo, disminuyó las reservas de gas en Europa y Rusia que todavía no han sido repuestas. Esto se agrava con una falta de viento importante en Europa que ha hecho aumentar nuestra dependencia de los combustibles fósiles. Si el invierno fuese suave, o con temperaturas medias, podría aflojar la presión de los precios hacia el segundo trimestre de 2022, pero si el invierno es duro la situación podría agravarse y acabar disparando una crisis inflacionista especialmente en una zona como Europa muy dependiente de la importación de gas.
España, si las peores previsiones se confirmasen, podría ser uno de los países más afectados a corto plazo ya que, adicionalmente a la gran dependencia energética exterior, se uniría una crisis inflacionista y de consumo que afectaría de manera significativa al turismo europeo, que supone uno de los grandes motores de nuestra economía.
Es cierto que la posible inversión en renovables como alternativa energética en todo este escenario se vería muy probablemente favorecida y España es un actor especialmente fuerte en este campo, pero a corto plazo no parece verosímil que estas inversiones puedan compensar el daño de una crisis inflacionista y de consumo en una economía con un pulso tan débil como es actualmente la española.
Evidentemente hay una crisis energética vinculada con el retraso de la implantación de renovables y su papel dentro del espectro de fuentes fiables de energía. Esta crisis se agrava con medidas demasiado precipitadas -como aparcar los ciclos del gas, la generación con carbón y la discontinuidad de las nucleares- para el estado de madurez y despliegue de las fuentes alternativas que tienen que suponer la base de generación de energía a medio plazo. En definitiva, una mala planificación energética.
Es cierto que en Europa esta situación es especialmente grave por la crisis geopolítica de la que demasiado poco se habla y que está contribuyendo a tratar de influir en las decisiones de Europa en su relación con Rusia y con China. El conflicto Oriente-Occidente o, más bien, China-USA, está salpicando a Europa que siempre ha tratado de ser independiente en este contexto y ha tratado de garantizar fuentes de suministro variadas que refuercen su independencia en el tablero.
Las dificultades encontradas para poner en servicio el Nord Stream2 (el nuevo gasoducto entre Rusia y Alemania que evita el paso del gas por Ucrania) han contribuido a agravar la crisis que estamos viviendo al tratar Rusia de sacar ventaja de su situación en un momento de crisis.